Hace unos años, no recuerdo bien quien publicó un estudio
según el cual los españoles confiamos sobre todo en la ONU y en el Rey. Tampoco
es que hiciera falta un estudio para eso.
Es curioso que en un país donde nos damos golpes de pecho
reivindicando ser más demócratas que nadie, más europeístas que nadie –vaya ridículo
hicimos montando un referéndum para ser los primeros en aprobar aquella
constitución europea que estaba ya muerta- con mejor
talante que nadie, resulte que justo las dos instituciones en las que más confiamos
sean precisamente dos instituciones que no elegimos. No recuerdo haber visto
jamás elecciones para rey de España, ni tampoco para miembro de Naciones
Unidas. Cierto es que los representantes españoles ante naciones unidas son
elegidos por el Gobierno, que a su vez es elegido por el Presidente, quien es
elegido por el Parlamento, cuyos representantes son elegidos en las urnas y que los ministros de asuntos exteriores, que
de vez en cuando se dan un garbeillo por Nueva York y Ginebra, son elegidos por
el Presidente del Gobierno, cuyo sistema de elección acabo de esbozar. ¿Pero y
los representantes de países nada democráticos? Obviamente los nombran
gobiernos no democráticos. Y actúan bajo principios no democráticos. Pero son
miembros de pleno derecho de la ONU.
¿Cuántos españoles confían en el Parlamento, que es lo único
que elegimos directamente? ¿Algunos? ¿Unos pocos? ¿Ninguno? Lo que está claro
es que no hay una cantidad de españoles significativa que confíe en lo que
elige. No deja de tener su gracia ¿verdad? No confío en aquello que elijo yo. Claro
que me revelaría más o menos enérgicamente, cosa que estaría por ver, si otros
lo eligieran por mi.
Si algún sesudo director de algún importante departamento de
una más importante universidad diseñara ahora un sistema nuevo en el que los
resultados de confianza fueran los mismos que en el sistema español, dejaría de
ser sesudo y de dirigir importantes departamentos de universidades importantes ipso facto. Desde luego si reflexionamos con cierta seriedad sobre nuestro sistema, veremos que no se tiene en pie. Y eso nos debe hacer
reflexionar mucho más y pronto.
Que no se entusiasmen demasiado el exiguo número de
seguidores de los indignados, eso sí, algo ruidosos gracias a la prensa que
magnifica sus apariciones, ni los
entusiastas del fin de los partidos tradicionales, porque la primera vez que oí
hablar de la crisis de los sistemas y los partidos tradicionales fue en 1984, me refiero al
año, no a la novela de Orwell, cuando estaba en la
universidad y hablábamos de sistemas políticos. Y ha pasado ya algún tiempo
como para confirmar mi entonces naciente y contestada teoría de que los
sistemas políticos no se justifican por su legitimidad, ni por su origen
democrático o no, ni por su aceptación internacional, ni por el liderazgo de
quienes los dirigen, sino simple, sencilla y llanamente, por sus resultados, de
modo que cuando existe una abundancia suficiente de recursos y “las cosas van
bien en economía” nadie parece ver ninguna crisis del sistema de partidos, ni
surgen movimientos basados en que el sistema no funciona, pero cada vez que la
economía se hunde, la gente empieza a ver que el sistema no funciona, no valen
ya los viejos partidos tradicionales, la economía de mercado es un leviatán y
hay que buscar una democracia real.
Es decir, que para mucha gente, el sistema es válido o
trasnochado exclusivamente en función de sus resultados y no en función de si
se adecúa o no a las circunstancias del mundo actual, algo absolutamente
ilógico, aunque de esto no parecen darse cuenta la inmensa mayoría de los
ciudadanos.
Pero da un poco igual que se den cuenta o no, porque todo se
puede cambiar en sus cerebros con relativa facilidad, porque estos vaivenes de
movimientos primero intelectuales o pseudo intelectuales y luego populares, en contra de los sistemas
cuando su economía no prospera, son ya tan tradicionales como los propios partidos
tradicionales y tan pronto la economía remonta, se esfuma su apoyo social y desaparecen
con la misma rapidez con la que aparecieron, para quedar sólo pequeños núcleos residuales
que se aletargan hasta la próxima crisis.
Puede que haya quien piense que es una lástima que las
personas seamos así, pero en realidad es un comportamiento perfectamente
legítimo explicado desde Sto. Tomás de Aquino o más recientemente desde el Contrato
Social de Rousseau hasta nuestros tiempos. Creamos el Estado cediéndole
determinadas cosas y a cambio nos debe garantizar paz, seguridad y otras cuestiones
que vamos añadiendo con el correr de la historia, y que muchas veces nos
cuestan más de lo que pensamos, y no sólo en el ámbito económico.
La cuestión está en que nuestra elección es un parlamento, o
una corporación municipal, o una asamblea o nombre que se le dé, de comunidad autónoma, pero no un presidente,
ni mucho menos un rey o la Asamblea de las Naciones Unidas, de modo que o
revisamos nuestros principios, o nos tomamos más en serio explicar qué es cada
cosa y qué es y cómo debe ser la democracia.
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