domingo, 4 de marzo de 2012

Las instituciones en las que confiamos más los españoles son las que no elegimos.



Hace unos años, no recuerdo bien quien publicó un estudio según el cual los españoles confiamos sobre todo en la ONU y en el Rey. Tampoco es que hiciera falta un estudio para eso.

Es curioso que en un país donde nos damos golpes de pecho reivindicando ser más demócratas que nadie, más europeístas que nadie –vaya ridículo hicimos montando un referéndum para ser los primeros en aprobar aquella constitución europea que estaba ya muerta- con mejor talante que nadie, resulte que justo las dos instituciones en las que más confiamos sean precisamente dos instituciones que no elegimos. No recuerdo haber visto jamás elecciones para rey de España, ni tampoco para miembro de Naciones Unidas. Cierto es que los representantes españoles ante naciones unidas son elegidos por el Gobierno, que a su vez es elegido por el Presidente, quien es elegido por el Parlamento, cuyos representantes son elegidos en las urnas  y que los ministros de asuntos exteriores, que de vez en cuando se dan un garbeillo por Nueva York y Ginebra, son elegidos por el Presidente del Gobierno, cuyo sistema de elección acabo de esbozar. ¿Pero y los representantes de países nada democráticos? Obviamente los nombran gobiernos no democráticos. Y actúan bajo principios no democráticos. Pero son miembros de pleno derecho de la ONU.

¿Cuántos españoles confían en el Parlamento, que es lo único que elegimos directamente? ¿Algunos? ¿Unos pocos? ¿Ninguno? Lo que está claro es que no hay una cantidad de españoles significativa que confíe en lo que elige. No deja de tener su gracia ¿verdad? No confío en aquello que elijo yo. Claro que me revelaría más o menos enérgicamente, cosa que estaría por ver, si otros lo eligieran por mi.

Si algún sesudo director de algún importante departamento de una más importante universidad diseñara ahora un sistema nuevo en el que los resultados de confianza fueran los mismos que en el sistema español, dejaría de ser sesudo y de dirigir importantes departamentos de universidades importantes ipso facto. Desde luego si reflexionamos con cierta seriedad sobre nuestro sistema, veremos que no se tiene en pie. Y eso nos debe hacer reflexionar mucho más y pronto.

Que no se entusiasmen demasiado el exiguo número de seguidores de los indignados, eso sí, algo ruidosos gracias a la prensa que magnifica sus apariciones, ni los entusiastas del fin de los partidos tradicionales, porque la primera vez que oí hablar de la crisis de los sistemas y los partidos tradicionales fue en 1984, me refiero al año, no a la novela de Orwell, cuando estaba en la universidad y hablábamos de sistemas políticos. Y ha pasado ya algún tiempo como para confirmar mi entonces naciente y contestada teoría de que los sistemas políticos no se justifican por su legitimidad, ni por su origen democrático o no, ni por su aceptación internacional, ni por el liderazgo de quienes los dirigen, sino simple, sencilla y llanamente, por sus resultados, de modo que cuando existe una abundancia suficiente de recursos y “las cosas van bien en economía” nadie parece ver ninguna crisis del sistema de partidos, ni surgen movimientos basados en que el sistema no funciona, pero cada vez que la economía se hunde, la gente empieza a ver que el sistema no funciona, no valen ya los viejos partidos tradicionales, la economía de mercado es un leviatán y hay que buscar una democracia real.

Es decir, que para mucha gente, el sistema es válido o trasnochado exclusivamente en función de sus resultados y no en función de si se adecúa o no a las circunstancias del mundo actual, algo absolutamente ilógico, aunque de esto no parecen darse cuenta la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Pero da un poco igual que se den cuenta o no, porque todo se puede cambiar en sus cerebros con relativa facilidad, porque estos vaivenes de movimientos primero intelectuales o pseudo intelectuales y luego populares, en contra de los sistemas cuando su economía no prospera, son ya tan tradicionales como los propios partidos tradicionales y tan pronto la economía remonta, se esfuma su apoyo social y desaparecen con la misma rapidez con la que aparecieron, para quedar sólo pequeños núcleos residuales que se aletargan hasta la próxima crisis.

Puede que haya quien piense que es una lástima que las personas seamos así, pero en realidad es un comportamiento perfectamente legítimo explicado desde Sto. Tomás de Aquino o más recientemente desde el Contrato Social de Rousseau hasta nuestros tiempos. Creamos el Estado cediéndole determinadas cosas y a cambio nos debe garantizar paz, seguridad y otras cuestiones que vamos añadiendo con el correr de la historia, y que muchas veces nos cuestan más de lo que pensamos, y no sólo en el ámbito económico.

La cuestión está en que nuestra elección es un parlamento, o una corporación municipal, o una asamblea o nombre que se le dé,  de comunidad autónoma, pero no un presidente, ni mucho menos un rey o la Asamblea de las Naciones Unidas, de modo que o revisamos nuestros principios, o nos tomamos más en serio explicar qué es cada cosa y qué es y cómo debe ser la democracia.

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