El fotógrafo sudafricano Kevin Carter ganó un premio Pulitzer
con una fotografía que arrugó el ánimo a medio mundo. Se trataba de una niña
desfallecida, con la cabeza apoyada ya en el suelo, en mitad de la sabana,
abandonada, desnutrida, al borde de la muerte. A pocos metros un
buitre espera a que termine de morir para devorar su cadáver.
Ver la foto sobrecoge. Es una imagen del Sudan de 1993,
cuando tomado por grupos integristas islámicos, la guerra y su inseparable
compañera la hambruna, se adueñaron de aquél país e hicieron presa en su
desprotegida población.
El horror de una niña
inocente muriendo de hambre con un buitre acechándole es difícilmente soportable
para cualquiera, y es lógico sentir rabia y lástima ante la estupidez que lleva
a toda una población a morir de hambre y a matarse hasta la extenuación por
mantener unas u otras ideas.
La arriesgada labor de fotógrafos como Carter hace que un
occidente pagado de sí mismo, engordado y consumista, a veces pueda despertar,
aunque sea unos segundos, de la larga noche de su opulencia.
Al recibir el Pulitzer en mayo de 1994 Carter declaró: “Es
la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella, no
quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la
niña” Ese es el precio terrible que el equilibrio
emocional de un reportero de guerra debe pagar por hacer que la
justicia y la ayuda humanitaria estén un poco menos lejos de ser posibles para
los niños del tercer mundo, pero no es el único castigo, porque a Carter le
llovieron las críticas por no haber ayudado a la niña. Hace falta saber muy
poco de países subdesarrollados para criticarle. Elegir a esa niña hubiera sido
tan arbitrario y absurdo… Seguramente a pocos kilómetros había visto cientos de
casos iguales o peores, pero no había un buitre detrás que encuadrar en la foto
para incendiar las conciencias de EE.UU
y Europa.
Dos meses después Carter se suicidaba dejando una nota en la
que se leía “He llegado a un punto en el que el sufrimiento de la vida anula la
alegría. Estoy perseguido por recuerdos vividos de muertos, de cadáveres, rabia
y dolor…”
Vuelvo a contar la historia, tal y como se ha sabido después.
El fotógrafo sudafricano Kevin Carter, aficionado al White
Pipe, una mezcla de marihuana, barbitúricos y mandrax –un hipnótico depresivo
del sistema nervioso- fotografió en la zona que utilizan como letrinas del
exterior del campo de alimentación de Naciones Unidas de Ayod a un niño
defecando, y la hizo pasar por una niña al borde de la muerte con un buitre
esperando para comerse su cadáver.
Vio al niño y al buitre y se acercó lentamente hasta que
tuvo el encuadre prefecto. La presencia de buitres es habitual, pues se
alimentan de los desperdicios acumulados en esos vertederos-letrina. Estos
niños están tan débiles debido a su desnutrición que el peso de la cabeza los
desequilibra cuando están haciendo sus necesidades. En la muñeca de la supuesta
niña puede verse la pulsera identificativa del campo de alimentación. Se trata
del niño Kong Nyong, y en contra de lo que Carter quiso hacernos creer, no
falleció de hambre, sino que se recuperó y vivió cuatro años más hasta que unas
fiebres acabaron con su vida.
La causa del suicidio de Carter no tuvo que ver
con la foto, sino que sus problemas con las drogas, la angustiosa falta de
dinero, y la muerte de Ken Oosterbroek, su amigo y líder del club Bang-Bang, un
grupo de fotógrafos al que Carter pertenecía, especializados en fotografiar la
violencia en barrios como Soweto o Thokoza durante el apartheid, unidas a su
personalidad depresiva y su estilo de vida, fueron las causas más probables. Así lo demuestra su
confusa nota de suicidio “Estoy deprimido [...] sin teléfono [...] dinero para
el alquiler [...] dinero para la manutención de los hijos [...] dinero para las
deudas [...] ¡¡¡dinero!!! [...] Estoy atormentado por los recuerdos vividos de
los asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor [...] del morir del hambre o
los niños heridos, de los locos del gatillo fácil, a menudo de la policía, de
los asesinos verdugos [...] Me ido a unirme con Ken, si soy yo el afortunado” Años
antes ya había intentado suicidarse.
Hasta aquí los relatos, que me hacen pensar una vez más en
cómo asumimos lo que leemos.
La realidad es una sóla, pero fue contada con cuentagotas.
Hizo sentir a millones de personas el dolor y la angustia por el abandono brutal
que sufren los niños en Africa, la vergüenza de un mundo desarrollado al que el
remordimiento por lo que allí ocurre le dura unos segundos, dio pié a páginas y
páginas sobre el asunto, unas criticando que no ayudara a la supuesta niña,
otras reclamando el fin del capitalismo opresor al que consideraban culpable de
la situación, le convertimos en un héroe, la izquierda de medio mundo vio en
aquella foto una alegoría de la indefensión de los oprimidos, del capitalismo intentando
devorar Africa,… pero no era más que un fotógrafo buscando una imagen que
explicase lo que allí pasaba, aunque los medios fueran poco éticos. O quizá sólo
quería una foto a la que sacarle todo el dinero posible y le daba igual si la
realidad era muy distinta.
A parte de reafirmarme en mi absoluto convencimiento de que
el fin jamás justifica los medios, quería recordar que detrás de cada historia
hay una realidad y sólo una, y que cuando las realidades se interpretan surgen
casos tan contradictorios como este y como cosas totalmente blancas o totalmente negras hay muy pocas, la reflexión, el razonamiento y mirar desde distintos ángulos y con
distintos prismas, ayuda y mucho, ya que nunca es fácil conocer toda la verdad.
No hacer héroes o villanos sin más, no creer a pies
juntillas o negar rotundamente sin más, son buenos consejos.
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