sábado, 10 de marzo de 2012

El malentendido caso de Kevin Carter



El fotógrafo sudafricano Kevin Carter ganó un premio Pulitzer con una fotografía que arrugó el ánimo a medio mundo. Se trataba de una niña desfallecida, con la cabeza apoyada ya en el suelo, en mitad de la sabana, abandonada, desnutrida, al borde de la muerte. A pocos metros un buitre espera a que termine de morir para devorar su cadáver.

Ver la foto sobrecoge. Es una imagen del Sudan de 1993, cuando tomado por grupos integristas islámicos, la guerra y su inseparable compañera la hambruna, se adueñaron de aquél país e hicieron presa en su desprotegida población.

El horror de una niña inocente muriendo de hambre con un buitre acechándole es difícilmente soportable para cualquiera, y es lógico sentir rabia y lástima ante la estupidez que lleva a toda una población a morir de hambre y a matarse hasta la extenuación por mantener unas u otras ideas.

La arriesgada labor de fotógrafos como Carter hace que un occidente pagado de sí mismo, engordado y consumista, a veces pueda despertar, aunque sea unos segundos, de la larga noche de su opulencia.

Al recibir el Pulitzer en mayo de 1994 Carter declaró: “Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”  Ese es el precio terrible que el equilibrio emocional de un reportero de guerra debe pagar por hacer que la justicia y la ayuda humanitaria estén un poco menos lejos de ser posibles para los niños del tercer mundo, pero no es el único castigo, porque a Carter le llovieron las críticas por no haber ayudado a la niña. Hace falta saber muy poco de países subdesarrollados para criticarle. Elegir a esa niña hubiera sido tan arbitrario y absurdo… Seguramente a pocos kilómetros había visto cientos de casos iguales o peores, pero no había un buitre detrás que encuadrar en la foto para  incendiar las conciencias de EE.UU y Europa.

Dos meses después Carter se suicidaba dejando una nota en la que se leía “He llegado a un punto en el que el sufrimiento de la vida anula la alegría. Estoy perseguido por recuerdos vividos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor…”

Vuelvo a contar la historia, tal y como se ha sabido después.

El fotógrafo sudafricano Kevin Carter, aficionado al White Pipe, una mezcla de marihuana, barbitúricos y mandrax –un hipnótico depresivo del sistema nervioso- fotografió en la zona que utilizan como letrinas del exterior del campo de alimentación de Naciones Unidas de Ayod a un niño defecando, y la hizo pasar por una niña al borde de la muerte con un buitre esperando para comerse su cadáver.  

Vio al niño y al buitre y se acercó lentamente hasta que tuvo el encuadre prefecto. La presencia de buitres es habitual, pues se alimentan de los desperdicios acumulados en esos vertederos-letrina. Estos niños están tan débiles debido a su desnutrición que el peso de la cabeza los desequilibra cuando están haciendo sus necesidades. En la muñeca de la supuesta niña puede verse la pulsera identificativa del campo de alimentación. Se trata del niño Kong Nyong, y en contra de lo que Carter quiso hacernos creer, no falleció de hambre, sino que se recuperó y vivió cuatro años más hasta que unas fiebres acabaron con su vida.

La causa del suicidio de Carter no tuvo que ver con la foto, sino que sus problemas con las drogas, la angustiosa falta de dinero, y la muerte de Ken Oosterbroek, su amigo y líder del club Bang-Bang, un grupo de fotógrafos al que Carter pertenecía, especializados en fotografiar la violencia en barrios como Soweto o Thokoza durante el apartheid, unidas a su personalidad depresiva y su estilo de vida, fueron  las causas más probables. Así lo demuestra su confusa nota de suicidio “Estoy deprimido [...] sin teléfono [...] dinero para el alquiler [...] dinero para la manutención de los hijos [...] dinero para las deudas [...] ¡¡¡dinero!!! [...] Estoy atormentado por los recuerdos vividos de los asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor [...] del morir del hambre o los niños heridos, de los locos del gatillo fácil, a menudo de la policía, de los asesinos verdugos [...] Me ido a unirme con Ken, si soy yo el afortunado” Años antes ya había intentado suicidarse.

Hasta aquí los relatos, que me hacen pensar una vez más en cómo asumimos lo que leemos.

La realidad es una sóla, pero fue contada con cuentagotas. Hizo sentir a millones de personas el dolor y la angustia por el abandono brutal que sufren los niños en Africa, la vergüenza de un mundo desarrollado al que el remordimiento por lo que allí ocurre le dura unos segundos, dio pié a páginas y páginas sobre el asunto, unas criticando que no ayudara a la supuesta niña, otras reclamando el fin del capitalismo opresor al que consideraban culpable de la situación, le convertimos en un héroe, la izquierda de medio mundo vio en aquella foto una alegoría de la indefensión de los oprimidos, del capitalismo intentando devorar Africa,… pero no era más que un fotógrafo buscando una imagen que explicase lo que allí pasaba, aunque los medios fueran poco éticos. O quizá sólo quería una foto a la que sacarle todo el dinero posible y le daba igual si la realidad era muy distinta.

A parte de reafirmarme en mi absoluto convencimiento de que el fin jamás justifica los medios, quería recordar que detrás de cada historia hay una realidad y sólo una, y que cuando las realidades se interpretan surgen casos tan contradictorios como este y como cosas totalmente blancas o totalmente negras hay muy pocas, la reflexión, el razonamiento y mirar desde distintos ángulos y con distintos prismas, ayuda y mucho, ya que nunca es fácil conocer toda la verdad.

No hacer héroes o villanos sin más, no creer a pies juntillas o negar rotundamente sin más, son buenos consejos.

 Los radicalismos no suelen acompañar a la verdad.



No hay comentarios:

Publicar un comentario