domingo, 12 de agosto de 2012

De cómo el marketing acabará con el mundo


No sé si alguien duda de la importancia que el marketing tiene en todos los ámbitos del mundo occidental y en parte del asiático. Desde luego yo no.

Hagamos una referencia breve a la historia. La revolución industrial es consecuencia del desarrollo de máquinas y avances en la ciencia que surgen como respuesta a la necesidad de producir mayores cantidades  para abastecer una demanda feroz de cualquier producto. En el periodo de entreguerras la lucha era producir más barato y así, a grandes rasgos, se mantiene hasta el periodo de desarrollo que sigue al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los consumidores empiezan a querer algo especial y no se conforman con cualquier cosa que les ofrezcan. Y ahí estuvo el marketing ayudando a darle a cada consumidor lo que quería. Y esa ha sido la tónica general hasta este momento en el que la complejidad ha ido creciendo más y más hasta hacerse gigantesca.

Para ilustrar este cambio podemos tomar el caso de Ford Motor Company y, valgan las palabras de Henry Ford, presidente y fundador de Ford, quien en 1918 había dicho sobre su modelo estrella: "todos los clientes de nuestra compañía pueden comprar un Ford T en el color que quieran, a condición de que ese color sea el negro". Todos se fabricaban en negro porque el tiempo de secado de la pintura negra era inferior al de cualquier otro color, lo que le permitía fabricar mas coches en menos tiempo, aunque al final de su fabricación se comercializaron en varios colores.

A finales de los 70, un comprador podía elegir su Ford Transit con 6 chasis diferentes, todos ellos largos o cortos, cada uno de ellos con cualquiera de los 5 motores que la marca ofrecía, 32 configuraciones distintas de puertas, 6 ejes diferentes, y de 12 a 17 asientos, todos ellos combinables y por supuesto en decenas de colores.

A día de hoy un comprador puede elegir 13 millones de opciones distintas para su Ford Transit.

Y todo esto está muy bien, pero tiene un serio problema que está en su propio origen.

A la hora de buscar qué opciones se ofrecen, no se reúnen equipos de diseño, ingenieros, economistas y comerciales para decidir cuáles y cómo, ni si son o no son viables, sino que se encarga al departamento de marketing que estudie el mercado del pequeño transporte de carga y personas y que diga qué es lo que los potenciales consumidores quieren.

Cuando el departamento de marketing ha hecho el estudio de mercado, cuenta los resultados a los equipos de diseño y así tendrán que hacer furgonetas pequeñas para poder aparcar fácilmente, pero que puedan llevar 12 pasajeros y al menos 1.100 Kg., que sean muy cómodas, que se conduzcan como un turismo, que permitan llevar a la familia una vez acabado el trabajo, de bajo consumo y gran potencia, fáciles de cargar y descargar, baratas... y así una lista de especificaciones que dejan poco a la imaginación. El trabajo de los equipos de diseño e ingeniería se centra en lograr que todo eso que los consumidores quieren, quepa en un solo vehículo, y cuando lo tienen diseñado, lo prueban y hacen un sondeo con potenciales consumidores para ver si les gusta o no, y cuando se hacen los cambios necesarios y los consumidores potenciales lo aprueban, diseñan una campaña de ventas que también testan y que no sacan a la calle hasta que los grupos de potenciales compradores elegidos para estos tests no dan su aprobación. Por supuesto estas personas que se eligen deben o mejor dicho deberían ser personas que sean potenciales clientes para ese producto, y de entre todos los potenciales clientes se elegirán aquellas que respondan al tipo medio, es decir, lo más corrientes posible, para que el resultado del test sea útil.

De este modo se diseñan los bolsos, las tostadoras, las programaciones televisivas, las campañas políticas, las películas, las carreteras, la música, los lugares de vacaciones, la publicidad, las novelas, los programas electorales y casi todo lo que vemos, oímos, llevamos, compramos, usamos, poseemos, sufrimos o disfrutamos.

No es que a todos los novelistas en lengua española les haya dado por escribir novelas históricas de mas de 1.000 páginas, sino que los departamentos de marketing de las editoriales han descubierto que eso es lo que los lectores están dispuestos a comprar. No es que los estudios de cine hayan deseado desde siempre hacer películas y series de vampiros para adolescentes, sino que sus departamentos de marketing han estudiado que eso es lo que los adolescentes quieren ver.

Y eso estaría muy bien si no tuviera una consecuencia más que perversa: ¿Dónde ha ido a parar la creatividad que hacía que salieran productos extraordinarios, llamativos, excelentes, originales y que nos hicieran calificarlos con palabras poco reproducibles? ¿Cuánto tiempo hace que no descubre ningún producto de entre los miles de las estanterías de un supermercado o de una tienda cualquiera que le llame verdaderamente la atención?

No creo que haya mucha gente dispuesta a pensar que la universidad debe ser cara y cuanto más mejor. Pero entonces, ¿por qué en EE.UU. a ningún candidato se le ocurre proponer que la educación universitaria sea gratuita? Porque los votantes norteamericanos no asumen que la hacer gratuita la educación universitaria sea un bien deseable o un logro o una conquista social. Por eso a nadie se le ocurre proponerlo en su programa, al contrario que en España, donde tocar la educación es un anatema y nadie votaría programas que propugnasen el encarecimiento de las enseñanzas universitarias para acercarnos al prestigio de las universidades norteamericanas, por mucho que después haya que subir las tasas en épocas de recesión.

No se trata de qué es bueno o qué es malo desde el punto de vista del fabricante, el político, el novelista, o el director de cine, sino de lograr saber que quiere la mayoría que se les fabrique, prometa, edite o proyecte. Y así, el triunfo de lo mediocre ha eclipsado por completo la creatividad, la innovación, lo real, y lo ha sustituido por lo masivo, y lo corriente, a la vez que ha arrasado con todo lo que hizo avanzar al mundo desde sus principios hasta que el marketing se encargó de evitarlo.

Un director de marketing jamás hubiera aconsejado que saliésemos de las cavernas para instalarnos en débiles cabañas en el exterior, porque la mayoría de los trogloditas preferían cuevas, ni hubiera permitido a ninguna galería promocionar a Van Gogh, porque no vendió ni un solo cuadro en toda su vida.

Pero no es culpa del marketing sino de la práctica empresarial. Casi ningún responsable empresarial se atreve a sacar un producto al mercado, ni a lanzar una campaña con un spot, ni a diseñar un producto, sin que se hagan los pertinentes estudios de mercado y estos sean favorables, porque así, si no se vende, no es culpa suya. Será de cualquier otro, pero suya, desde luego, no, y si alguien lo duda, que vea los resultados de los tests y los estudios de mercado. ¡Despidan al remero!


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