jueves, 8 de marzo de 2012

El efecto Barnum en la comunicación pública, o de cómo estamos dispuestos a creer que pensamos igual que algunos ilustres personajes.


El efecto Barnum fue descrito en 1956 por Paul Mehl y se refiere a la tendencia de los individuos a identificarse más cuanto más genéricas, vagas y estereotipadas sean las descripciones que sobre ellos se hagan.  El nombre hace referencia a Phineas Taylor Barnum, el archi famoso empresario circense, como maestro que era de la ilusión generada en cada truco de circo.

En relación con este efecto hay numerosos estudios y experimentos curiosos, incluso anteriores a Mehl, como el de Bertram Forer de 1948, que también da nombre a este fenómeno, o el más reciente de Snyder y Newberg en 1981.

Gracias a esta característica de nuestros cerebros, tienen éxito las adivinaciones, tarots y toda la larguísima lista de métodos para conocer el futuro, pero también funciona la identificación con determinados mensajes emitidos desde las públicas tribunas por personajes hacia los que tenemos una cierta consideración o que en nuestra opinión tienen cierto prestigio, que utilizan este efecto. Y lo peor es que ellos lo saben.

Según este efecto, todos tenemos tendencia a aceptar mejor aquellas descripciones de nuestra personalidad que contienen afirmaciones que nos son favorables y en los casos en que nos son desfavorables, aceptamos mejor  aquellas que nos son administradas por personas cuya relevancia o prestigio reconocemos.

Ya he hablado de mi opinión sobre las tertulias y los tertulianos, que comparto con mi tocayo Haro Tecglen, aunque es de las pocas cosas que compartía con él,  si bien cuando alguien tiene toda la razón, no tengo por menos que dársela.

Valga también  lo dicho anteriormente para la prensa o los informativos, que nos hablan con toda premura y con la levedad propia de los medios de información.

El problema básico de estas tertulias es que los señores y las señoras que sientan cátedra desde esos privilegiados asientos televisivos o radiofónicos, son en general periodistas o políticos o ex sindicalistas que tienen que hablar cada día de cuatro o cinco temas diferentes, sobre los que es absolutamente imposible que sepan lo suficiente como para pontificar como están obligados a pontificar, y es que no es imaginable una tertulia en la que se impusiera la razón y los contertulios afirmaran ignorar los temas propuestos. Yo al menos creo que es imposible saber de economía, sociología, derecho, sanidad, educación, función pública, investigación criminal, relaciones internacionales, islam, energías renovables, y una docena más de disciplinas, sobre las que nos ilustran cada semana.

Pero a lo que viene reiterar esta cuestión es a la razón, o mejor dicho a las razones, por las que nos creemos una gran parte de lo que nos cuentan desde las tertulias como si nos lo estuviera contando un catedrático de cada especialidad, pero con las mismas bases científicas que un vidente leyendo los posos del té. En primer lugar está el hecho de que nosotros tampoco sabemos de todos esos temas lo suficiente como para opinar o rebatir lo que estos aparentes gurús nos dicen, y si están en la televisión o en la radio, o escriben una columna, por algo será, parece decirnos nuestra lógica. En segundo lugar está el efecto Barnum que aquí no es pretendido, sino obligado, pues las respuestas tienen que ser necesariamente vagas, genéricas y estereotipadas, porque quienes las dan a penas saben algo sobre ellas, y en tercer lugar, está nuestra capacidad de creer todo lo que nos diga cualquiera que sea “de los nuestros” y salga en la televisión.

Con semejante fuente de información, que vale además para ser repetida luego en la calle bajo el imponente marchamo de “lo han dicho en la tertulia de…” nuestro conocimiento sobre la realidad no puede de ninguna manera ser suficiente como para decir nada sin ruborizarnos, suponiendo que aún quede alguien en occidente capaz de ruborizarse, y nuestra prudencia debiera impulsarnos a quedarnos en un segundo plano cuando se hable sobre el tema, sin embargo, sea por nuestro carácter latino, sea porque si los miembros de las tertulias hablan sin saber, a ver por qué no lo íbamos a hacer nosotros, sea porque hemos entendido muy mal el derecho a opinar, nos lanzamos cual saltadores olímpicos a la piscina de los temas más complejos, repitiendo en realidad una ristra de consignas nada casualmente distribuidas a través de  los más diversos medios.

Para evitar tal cosa, basta con mantener un pensamiento crítico, de ese que nuestro sistema educativo no es que se prodigue en enseñar, y ya puestos, aprovechar para pensar que el derecho a opinar no es una obligación de meterse en todos los charcos, sino el derecho constitucional (art. 20) y la libertad reconocida por la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 19) de expresar libremente nuestras ideas. O sea, no tenemos derecho a opinar sobre neurocirugía, pongo por caso, salvo que seamos neurocirujanos o profesionales o expertos de la morfología del cerebro. Tenemos derecho a opinar libremente, claro que sí, pero a ser posible, de aquello de lo que sabemos si quiera sea algo. Lo contrario no es el libre ejercicio de un derecho sino sencillamente una bestialidad.

Así las cosas, cuando nos veamos ante un discurso con el que nos sintamos plenamente identificados, una de esas ocasiones en las que parece que de toda la masa de oyentes el mensaje está dirigido precisamente a mí, debemos pensar que existe un efecto Barnum que puede estar engañando a nuestro cerebro, y que lo que oímos debemos pasarlo por el tamiz de nuestro propio pensamiento crítico, antes de salir eufóricos a pedir nuestra afiliación en el partido al que el frecuentador de tertulias defiende.

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